Tras su primer corto realizado en 2017 titulado Meijing, en esta ocasión nos trae un mediometraje de 52 minutos. Es obvia la broma sobre qué tipo de metraje será el próximo. Y se le espera con ganas tras ver esta obra.
Se agradecen estos 52 minutos dónde algunos otros directores utilizarían los típicos 120 para mostrar lo mismo pero dando a entender que es una película seria.
En este caso, el director chino nos presenta esta cinta con una seriedad sorprendente, a la que colaboran una iluminación y encuadre prodigiosos. Como ejemplo, la imagen de las manos pasando las páginas donde están las fotos, mezclando el color blanco de las manos, con el color blanco del papel transparente y el negro el fondo de las fotos, es algo sublime, hipnotizante, que queda en la retina. Una cinta en color, pero que en espíritu parece convertirse en blanco y negro por momentos.
El espectador no distingue si es mediometraje o largometraje, lo único que tiene claro es que está delante de algo que le atrae. Las escenas son largas y ocurren pocas cosas, esto da más valor a que el espectador esté concentrado y totalmente atraído por lo que los protagonistas dicen, para conseguir entender que es lo que está ocurriendo en la cinta. En cierto momento la hija admite que ella tampoco sabe lo que está ocurriendo, y eso hace que haya un vínculo especial con esta cinta.
El director utiliza deliberadamente sonidos que no son necesariamente los que escuchan los protagonistas, como sonidos de pájaros en la casa o en el autobús, lo que hace que pensemos que esta película tiene una gran dosis de poesía sobre la que habrá que reflexionar.
El resumen que se cuenta a continuación, tiene spoiler importante al final: la cinta nos presenta la historia de un abuelo, su mujer, su hija y su nieto. Estos están sorprendidos, incluso molestos, de que el abuelo esté en casa, haciendo su rutina diaria, regando plantas, pelando peras, conversando con ellos, y es que el abuelo se había muerto unos días antes.
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