Crítica Avatar 3
Avatar 3 es, ante todo, una experiencia técnica tan apabullante que roza lo obsceno. Los efectos especiales juegan directamente en otra liga: no es que sean mejores que los de otras películas, es que directamente parecen inalcanzables para el resto del cine mundial durante los próximos diez años. Todo es perfecto, fluido, bello, imposible. Cameron vuelve a demostrar que, si el cine fuera solo ingeniería audiovisual, él sería el Ministerio entero.
Eso sí: esta película no se ve, se contempla. Y siempre en cine, siempre con gafas 3D, porque verla en casa sería como escuchar una ópera por el altavoz del móvil.
Ahora bien, el verdadero mérito de Avatar 3 es que mejora muchísimo si no has visto Avatar 1 ni Avatar 2. Especialmente la 2. Porque el paralelismo con El sentido del agua es tan fuerte que en algunos momentos uno duda si ha entrado en la sala equivocada o si la película está teniendo un déjà vu consciente. Todo resulta familiar. Demasiado.
Las 3 horas y 20 minutos se pasan volando, eso es cierto, pero también es cierto que llega un punto en el que uno acaba agotado. No por la duración, sino por el exceso de intensidad emocional permanente. Aquí se grita todo el tiempo:
se grita cuando vuelan,
se grita cuando están contentos,
se grita cuando atacan,
se grita cuando respiran,
y a veces se grita simplemente porque sí.
Y cuando no gritan, se dicen frases profundísimas, solemnísimas, densísimas, de esas que parecen escritas para ser citadas en camisetas… pero que, escuchadas por vigésima vez, provocan cierto cansancio espiritual.
El guion, ay el guion. Ese es el verdadero talón de Aquiles. Si has visto Avatar 2, aquí no hay sorpresa:
los malos parecen perder,
de repente empiezan a ganar,
cuando todo está perdido para los buenos…
alguien dice explícitamente: “Todo está perdido” (por si el espectador no se ha dado cuenta),
y entonces, milagro narrativo mediante, pasa algo.
De siempre. Otra vez.
Los actores están increíbles, claro, pero también hay que decir que son digitales, así que poco se les puede exigir: son perfectos, expresivos, impecables. El problema no es la interpretación, es la lógica interna del relato. Los malos encuentran al protagonista con una facilidad pasmosa… salvo cuando el guion necesita que no lo encuentren. A veces van dos malos a una misión suicida, y otras veces, para exactamente lo mismo, va un batallón entero.
El tema de los números directamente entra en el terreno de la fantasía épica:
¿cuántos avatares azules hay?
¿cuántos del fuego?
Da igual. Pueden morir cientos y, mágicamente, siguen quedando los mismos. Pandoria parece tener un sistema de reposición infinita.
Y luego está lo de la seguridad. Se puede entrar y salir de una zona ultrasegura después de haber liberado a la persona más buscada del planeta… sin cámaras, sin vigilancia, sin consecuencias. Basta con subirse a un pájaro y salir volando tranquilamente por encima de todos. O escaparse de una fiesta multitudinaria estando literalmente a dos metros de los malos, que, misteriosamente, no ven nada.
En resumen:
Avatar 3 es un espectáculo técnico inigualable, una oda al cine como experiencia sensorial total. Merece verse en pantalla grande y en 3D, sin discusión. Pero narrativamente es un déjà vu prolongado, ruidoso y solemne, que funciona mejor cuanto menos recuerdes —o directamente ignores— las películas anteriores.
Una obra maestra del píxel.
Un trámite del guion.


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