Crítica The Muralist. PÖFF en Tallin 2025.


 The Muralist es una película que parece diseñada exclusivamente para poner a prueba la paciencia del espectador. Desde su arranque queda claro que el director de Mongolia, Sengedorj Janchivdorj, confundió ambición artística con un caos pretencioso donde nada tiene verdadero sentido, pero todo quiere parecer profundo.

Uno de los elementos más ridículos —y que mejor resume el desconcierto general— es la lluvia “poética”, compuesta únicamente por un plano donde el agua solo cae en una pequeña zona, sin contexto, sin continuidad, sin nada que lo justifique. Es como si en la zona donde rodaban no tuvieran acceso a una simple manguera en condiciones o a un presupuesto mínimo para efectos, y optaran por este truco pseudo-simbólico que solo hace pensar: ¿qué estoy viendo y por qué sigo aquí?

Pero lo peor llega con el maldito globo. Ese globo omnipresente, siempre lleno de helio, siempre flotando, siempre metido en escenas donde no pinta absolutamente nada. Janchivdorj parece haber tenido un sueño una noche y decidió que un globo debía ser el hilo conductor narrativo… sin molestarse en explicar jamás por qué. Ni un guiño, ni una razón emocional, ni una metáfora consistente. Solo un globo apareciendo una y otra vez como si la película estuviera obsesionada consigo misma.

Encima lo utilizan para añadir supuesta “poesía visual”: colores saturados, planos lentísimos, un simbolismo tan obvio como vacío. Es el tipo de alegoría que pretende elevar el relato, pero solo consigue distraer y restar seriedad a una historia que ya de por sí se derrumba sola.

Y por si todo lo anterior no fuera suficiente, la película decide ponerse más “artística” aún en el tramo final… pasándose a blanco y negro sin ninguna justificación narrativa. Solo faltaba que estuviera rodada en 35 mm, formato 4:3, y quedaría completa la colección de clichés del cine experimental mal entendido. La duración —casi dos horas interminables— es la última bofetada: ninguna película que no sabe lo que quiere decir debería durar tanto.

The Muralist intenta venderse como una reflexión sobre la vida del artista, pero el resultado es un mosaico de tonterías que no suman ni mensaje ni emoción. Una obra inflada, lenta, dispersa y tan obsesionada con su simbología barata que termina siendo una caricatura de sí misma.

Si Janchivdorj quería hacer un experimento, lo logró: consiguió que toda la sala experimentara la sensación de haber perdido el tiemp

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