Crítica de Hungarian Wedding. PÖFF 2025
El actor protagonista: Tamás Kovács, un Brad Pitt sin el carisma
Una aguda mirada a Tamás Kovács es el clavo en el ataúd de esta cinta, ya que Kovács, un actor serbio-húngaro de 30 años con un físico que grita "protagonista de romcom europea" (piensa en un DiCaprio joven pero con menos neurosis), carga con András, el líder de la banda que debe exudar confianza rockera en medio del caos transilvano. El problema es que no actúa: es. Su pose de "soy guapo y lo sé" no es interpretación; es una coraza arrogante que contamina cada escena, como si el tipo hubiera confundido el set con un casting para un anuncio de colonia. En los primeros planos, donde Káel lo enfoca como a un ídolo pop (con luces suaves y ángulos que miman su mandíbula), parece que Kovács está posando para Instagram en vez de habitar un personaje.
Comparado con Brad Pitt —ese titán que en Inglourious Basterds o Fight Club usa su atractivo como arma irónica, sabiendo que la belleza es un truco que se puede subvertir—, Kovács no juega: imita. Su András no es un hombre seguro que conquista con encanto; es un machito presumido que repele, con diálogos que suenan a ensayados en el espejo ("¡Mírame, soy el rey del rock!"). Incluso en momentos íntimos, como el flirteo con la novia de la boda, su "arrogancia" no genera química: es un muro. ¿Es guapo Kovács? Claro, pero aquí su belleza es perezosa, un atajo que Káel usa para vender boletos en vez de construir profundidad. Resultado: el público se ríe con él en las escenas de la banda (donde al menos hay energía punk), pero lo odia en el resto, porque transmite ego en vez de empatía. Un casting fallido que convierte al héroe en villano involuntario.
Puesta en escena y vestuario: Esfuerzo visible, impacto invisible
La dirección de Káel, con su background en óperas como Bánk bán, aspira a lo grandioso: planos amplios de aldeas transilvanas que capturan el verde furioso de los Cárpatos, vestuarios que mezclan cuero rockero budapestí con bordados folclóricos kalotaszeg (rojos intensos, patrones geométricos que gritan "autenticidad húngara"). Los primeros planos, están bien calibrados —cercanos, íntimos, con una luz dorada que evoca atardeceres comunistas—, y el montaje fluye sin tropiezos, haciendo que las 100 minutos se pasen volando. Pero es todo superficie: la cámara de Káel danza con los violinistas y gaitas, pero nunca profundiza. Es como si el director, en su rol de comisario gubernamental, hubiera priorizado el "espectáculo nacional" sobre la narrativa —un musical disfrazado de comedia que usa el folklore para tapar agujeros en el guion de Miksa Békési.
El vestuario, por ejemplo, es un acierto visual (gracias al presupuesto del NFI), pero narrativamente hueco: los trajes rockeros de Kovács contrastan con los de la boda para generar "humor cultural", pero caen en estereotipos burdos (el húngaro urbano vs. el campesino rústico). ¿Y la edición? Incisiva en las secuencias de baile —rápida, eufórica, con cortes que imitan el pulso de un tambor— pero perezosa en los diálogos, donde las pausas se estiran como chicle. Káel sabe filmar belleza (herencia de sus óperas), pero no tensión: la aventura se siente turística, no visceral.
Guión y temas: Clichés envueltos en banderas húngaras
Aquí duele más: el libreto es un Frankenstein de tropos —la boda caótica como catalizador, el triángulo amoroso predecible, el "redescubrimiento cultural" que huele a propaganda suave—. András y Péter llegan a Transilvania buscando cash, pero acaban "encontrándose" con sus raíces a través de música y amor. ¿Original? No. Es Mamma Mia! meets Captain America: The First Avenger, pero sin el ingenio ni los presupuestos. El folklore —esa música rumano-húngara que Káel ama— es el único salvavidas: auténtico, integral, con danzas que irrumpen como tsunamis y elevan las escenas colectivas. Pero amenaza con devorar la trama, como si el director usara los violines para distraer de personajes planos (Péter es el sidekick genérico, la novia un trofeo pasivo) y un final que resuelve todo con un abrazo y un solo de guitarra. Temáticamente, celebra la "resiliencia húngara" —un guiño al nacionalismo de Káel como comisario—, pero sin morder: ¿es una crítica al comunismo de los 80 o solo nostalgia edulcorada? Ni lo uno ni lo otro; puro algodón de azúcar.
Banda sonora y música: El corazón latiendo, pero el cuerpo inerte
El folklore es el MVP involuntario: esas melodías kalotaszeg, con violines frenéticos y coros que suenan a lamento ancestral, inyectan vida donde el guión la mata. Káel, maestro de musicales, integra las danzas como si fueran óperas vivas —auténticas, no pastiche—, y en momentos como la secuencia de la boda, la cinta casi roza la euforia.
Hungarian Wedding es una película mediana en el mejor sentido —entretenida, visualmente pulida, fácil de digerir como un vino húngaro barato—, pero incisivamente floja en lo que cuenta: un debut que grita "institucional" más que "artístico". Káel demuestra que puede montar un espectáculo (gracias a su CV operístico), pero tropieza en lo humano, y Kovács, con su arrogancia innata, es el síntoma perfecto de un elenco que prioriza el look sobre la sustancia. ¿Vale la pena? Si buscas folklore light y risas predecibles, sí; si quieres cine que muerda, no es el caso.
Opinión: 3/5

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