Crítica Frankenstein de Guillermo del Toro: belleza visual y heridas emocionales. Venecia 2025

 

La presentación de Frankenstein en el Festival de Venecia 2025 reveló una obra monumental, tan ambiciosa como íntima, que busca renovar el mito literario con una lectura profundamente humana. Más que un relato de terror gótico, la película es un drama sobre la paternidad fallida, la soledad y la necesidad de reconciliación.

El director retoma un tema que ya había explorado en su anterior largometraje animado: el amor entre padre e hijo, atravesado por la pérdida y el deseo de trascender la muerte. En esta nueva versión, la obsesión de un joven científico por recuperar el amor perdido se convierte en un acto de soberbia, pero también en un gesto desesperado. La criatura que nace de su experimento no es solo un monstruo: es un hijo no deseado, un espejo de su propio vacío afectivo.


Guillermo Del Toro con Jacob Elordi Foto: Aleksander Kalka


La película despliega una puesta en escena opulenta, con laboratorios colmados de detalles físicos, atmósferas barrocas y un trabajo de maquillaje artesanal que evita el abuso del CGI. La textura de cada plano transmite la sensación de que todo fue construido con manos humanas, desde la piel de la criatura hasta el mobiliario de los escenarios. La partitura orquestal refuerza esta ambición operística y le otorga una dimensión trágica.

Sin embargo, la perfección técnica no siempre se traduce en impacto emocional inmediato. La primera mitad deslumbra más por su aspecto visual que por su fuerza dramática, mientras que la segunda parte encuentra su verdadero corazón cuando la criatura empieza a mostrar su humanidad. Las escenas más íntimas —en las que no hay palabras, solo miradas y gestos— son las que alcanzan mayor poder emocional.

También ciertos diálogos explican en exceso las intenciones del relato, restándole sutileza. Frases que subrayan la moraleja impiden, a veces, que las imágenes hablen por sí solas. No obstante, la película logra conmover gracias a la sensibilidad con la que el “monstruo” es presentado, más como víctima que como amenaza.


La pregunta que atraviesa la historia es clara: ¿quién es el verdadero monstruo, la criatura que busca amor o el creador que no sabe darlo? La cinta ofrece una reflexión sobre la paternidad rota, sobre el ciclo de errores que se transmiten de generación en generación, y sobre la posibilidad de que incluso en medio de cadáveres reanimados y corazones endurecidos pueda germinar la ternura.

El resultado final es una obra visualmente deslumbrante, a ratos excesiva, pero siempre sincera. No teme mostrar sus costuras: combina momentos de poesía pura con secuencias de ritmo irregular, y equilibra lo espectacular con lo profundamente humano. Es cine imperfecto, sí, pero cargado de vida.


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