Crítica de Orphan (Árva), de László Nemes. SEMINCI 2025
Tras deslumbrar al mundo con El hijo de Saúl (2015), László Nemes regresa a la gran pantalla con Orphan (Árva), presentada en la Sección Oficial de la 70.ª Seminci, Valladolid (España, 24 oct.-1 nov.). Una década después de su consagración, el director húngaro mantiene intacta su obsesión por el detalle y su voluntad de construir un cine moralmente riguroso, en el que cada gesto encierra una pregunta sobre la memoria y la culpa. Sin embargo, lo que en El hijo de Saúl era intensidad contenida, aquí se convierte en contención excesiva, en un rigor formal que roza la asfixia.
Ambientada en la Budapest de 1957, un año después del fallido levantamiento contra el régimen soviético, Orphan narra la historia de Andor, un niño que crece en un orfanato y cuya vida se ve sacudida por la irrupción de un hombre que dice ser su padre. Desde ese punto de partida, Nemes intenta explorar el vacío de una infancia marcada por la desconfianza, la pérdida y los ecos de la violencia política. La película está rodada, como es habitual en su autor, con una cámara que se aferra al cuerpo de su protagonista, limitando el campo visual y concentrando el relato en lo que él percibe.
El resultado es visualmente admirable: Nemes demuestra, una vez más, una meticulosidad casi artesanal en la puesta en escena. Cada plano parece pensado al milímetro; cada sonido —el roce de una ventana, el clic metálico de una pistola escondida, el crujido de unos cristales que deben abrirse con cuidado— se convierte en una extensión del mundo interior del niño. Esa mirada microscópica, que ya caracterizaba su cine anterior, alcanza aquí un grado de precisión extraordinario.
Sin embargo, lo que en otros casos sería una virtud termina volviéndose un obstáculo. Orphan se mueve con una lentitud hipnótica que, más que profundizar en la angustia del protagonista, la diluye. Nemes se detiene tanto en los detalles que la narración parece suspenderse en una especie de limbo: la historia avanza sin impulso, sin respiración. La película, más que desarrollarse, se disuelve. Esa fidelidad extrema al detalle —los gestos, los objetos, los silencios— produce un efecto paradójico: el de una obra que lo muestra todo y, al mismo tiempo, se vacía por dentro. Pongamos por ejemplo la escena de la tienda donde trabaja la madre y el dueño cachea al niño, la idea es mostrar lo mezquino del dueño pero el tiempo requerido para ello es tan excesivo que pareciera que su objetivo no fuera otro que pasar de los 120 minutos, y lo consigue.
El joven Bojtorján Barabás, que encarna al pequeño Andor, sostiene la cámara con una madurez sorprendente. Su mirada endurecida, su ceño fruncido constante, su forma de ocupar el encuadre transmiten la desolación de un personaje que apenas comprende el mundo que lo rodea. A su alrededor, las interpretaciones del resto del reparto se mantienen en el mismo registro: secas, hieráticas, contenidas hasta el extremo. Todo parece pensado para transmitir gravedad. Pero tanta gravedad termina por pesar.
Nemes exige al espectador una atención inquebrantable. No concede pausas ni alivios, ni siquiera un resquicio de ternura. Su rigor, admirable en lo conceptual, puede resultar agotador en la práctica. La sensación final es la de una película extremadamente bella, pero también distante; una obra donde cada plano parece pedir ser admirado más que sentido.
Orphan confirma, en todo caso, que Nemes es uno de los cineastas más coherentes de su generación. Su mirada sobre la historia europea es lúcida, y su dominio del lenguaje cinematográfico sigue siendo incontestable. Pero también deja la impresión de que su cine se ha encerrado en sí mismo, como si su búsqueda de la perfección formal hubiera sustituido la necesidad de emoción.
Hay películas que crecen en la memoria, que dejan su poso con el paso de los días. Orphan, sin embargo, parece disiparse justo cuando debería doler. Queda su precisión, su atmósfera, su implacable belleza visual. Falta el temblor humano.
Opinión: 3/5

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