Crítica de “Nino”, de Pauline Loquès. SEMINCI 2025
Nino, de Pauline Loquès, presentada mundialmente en el Festival de Toronto (TIFF 2024) y ahora en la 70ª Semana Internacional de Cine de Valladolid (Seminci) dentro de la sección Punto de Encuentro del festival Español, es una película que sorprende precisamente porque no intenta sorprender. A partir de una premisa que podría dar pie al sentimentalismo —un joven que acaba de ser diagnosticado con cáncer—, Loquès construye un relato íntimo, lúcido y profundamente humano. Es una de esas películas que no buscan provocar lágrimas, sino acompañar al espectador en un proceso emocional que, sin grandes golpes de efecto, deja una huella duradera.
Desde el primer plano queda claro que Loquès no está interesada en el drama médico ni en el retrato del sufrimiento físico. Lo que le importa es la negación, el desconcierto y el silencio que siguen a una noticia que desordena toda una vida. La historia se desarrolla a lo largo de cuatro días, de viernes a lunes, el tiempo justo para que el protagonista —interpretado por un espléndido Théodore Pellerin— empiece a entender que algo en su mundo ha cambiado aunque él se niegue a aceptarlo. Es un tiempo breve, pero suficiente para captar lo esencial: cómo se mueve alguien que no sabe aún si está enfermo del cuerpo o del miedo.
Pellerin ofrece una interpretación extraordinaria, una de las más contenidas y precisas vistas este año en la Seminci. Su Nino es un joven aparentemente tranquilo, casi imperturbable, pero bajo esa calma hay una tensión continua. No hay explosiones ni lágrimas, solo una manera de moverse, de mirar, de callar. En cada gesto se adivina el esfuerzo de alguien que intenta mantener el control mientras todo se tambalea. El actor evita cualquier gesto de victimismo y convierte el silencio en su principal herramienta expresiva. Su rostro, casi siempre serio, funciona como un espejo en el que el espectador proyecta sus propias emociones.
Loquès tiene una enorme habilidad para meter la cámara dentro de la cabeza del personaje sin recurrir a la voz en off ni a explicaciones subrayadas. La puesta en escena es limpia, precisa, muy física. La cámara lo sigue de cerca, casi respirando con él, pero nunca lo invade. La directora confía plenamente en los espacios, en la luz natural y en los pequeños detalles: una conversación incómoda al despedir a sus compañeros de trabajo tras la fiesta de cumpleaños o una mirada que dura un segundo más de lo habitual a la salida del baño de un bar lo que le hace hablar con su compañera del colegio. Todo contribuye a construir un retrato que, por su sencillez, resulta profundamente veraz.
El guion es otro de los grandes aciertos de la película. Evita el dramatismo y las frases solemnes. En su lugar, opta por un tono ligero, incluso irónico en algunos momentos, que hace que la historia avance con naturalidad. El cáncer nunca se convierte en el centro de la narración, sino en un ruido de fondo que altera la forma de mirar del protagonista. Lo que realmente importa son las personas que lo rodean y cómo cada una de ellas le obliga, sin quererlo, a confrontarse con su propia negación.
A lo largo del fin de semana que abarca la historia, Nino se encuentra con su madre —una mujer que ha rehecho su vida con otro hombre—, con compañeros de trabajo y con amigos que lo tratan con normalidad al no saber aún la noticia. En esas relaciones se reflejan distintos modos de enfrentar la enfermedad y, sobre todo, distintas formas de comunicarse. La película acierta al mostrar cómo el miedo a decir la verdad o a “molestar” puede ser más dañino que la propia enfermedad. Loquès aborda este tema con una sutileza admirable: nadie grita, nadie se derrumba, pero todos cargan con algo que no saben expresar.
Lo más interesante de Nino es su capacidad para emocionar sin recurrir a lo obvio. Loquès demuestra que la contención no está reñida con la emoción, y que el cine íntimo puede ser igual de poderoso que el épico. Hay escenas que parecen no avanzar, pero en su aparente quietud esconden todo el movimiento interior del personaje. Todo parece estar medido, pero sin rigidez. La película fluye con la misma calma que su protagonista, y esa coherencia entre forma y fondo es una de sus mayores virtudes.
Visualmente, la película es impecable. La fotografía apuesta por los tonos suaves y la luz natural, blanca de las películas realizadas en París, lo que refuerza la idea de normalidad y cotidianidad. No hay oscuridad ni dramatismo visual, sino una claridad casi terapéutica. El montaje es preciso y mantiene el equilibrio entre el silencio y la palabra. Nada sobra, nada falta. Se nota que Loquès sabe exactamente qué quiere contar y cómo hacerlo.
Nino es, en definitiva, una película sobre la dificultad de aceptar lo inevitable y sobre la necesidad de aprender a decir las cosas sin miedo. Pero también es una historia sobre el pudor emocional, sobre ese impulso tan humano de no querer incomodar, incluso cuando uno está al borde del abismo. La directora aborda estos temas con una serenidad que se agradece. No busca grandes frases ni gestos heroicos. Prefiere la intimidad, el detalle, el silencio. Y en ese silencio, paradójicamente, es donde la película más habla.
La directora demuestra con Nino una madurez narrativa sorprendente. En tiempos de exceso, su apuesta por la mesura se convierte casi en un acto político. Porque Nino no grita, pero llega. Llega con suavidad, sin empujar, sin imponer. Llega porque habla de todos: de la dificultad de aceptar, de la torpeza de comunicarse, del miedo a ser una carga. Y lo hace sin manipular al espectador, con una transparencia poco común en el cine contemporáneo.
En la Seminci 2025, Nino se confirma como una de las obras más sinceras y equilibradas del año. No pretende ser trascendente, pero lo es. No busca el impacto, pero deja marca. Pauline Loquès firma una película discreta y necesaria, que recuerda que a veces lo más valiente es no dramatizar.
Opinión: 4/5
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