Crítica. The Wizard of the Kremlin. Venecia 2025


The Wizard of the Kremlin no solo incomoda por su temática, sino por la precisión quirúrgica con que Giacomo Durzi la construye. Es una película que no busca levantar pancartas ni emitir sentencias, sino mostrar la fabricación del poder como un espectáculo perfecto. Bajo la advertencia —a medias irónica, a medias temerosa— de que “todos los personajes son ficticios”, la cinta despliega la historia de Vadim Baranov (Paul Dano), un artista frustrado que convierte la política rusa en su escenario definitivo.

Durzi filma con un control visual que remite a los grandes thrillers políticos de los años 70, pero con una estética contemporánea que convierte al Kremlin en un organismo vivo y hostil. Moscú no es un simple decorado: es un territorio vigilado, un tablero de ajedrez donde cada movimiento tiene precio. El diseño de producción es impecable, sí, pero lo esencial es la atmósfera: cada encuadre respira tensión, como si la cámara misma desconfiara de lo que graba.

La interpretación de Paul Dano es el núcleo de la película. No es un villano caricaturesco, sino un hombre culto, sensible, que va endureciéndose sin perder nunca la calma. Pasa de dirigir actores a dirigir presidentes, de ajustar luces en un escenario a ajustar las sombras de un país entero. En lugar de subrayar su corrupción moral, Durzi opta por la seducción: Baranov es fascinante porque entiende el poder como arte. Y eso es lo que perturba: el público no lo detesta, lo admira.

La película avanza con una voz en off que nos arrastra entre despachos, dachas (casas de verano en Rusia) y pasillos donde se deciden guerras y se apagan vidas como si fueran focos defectuosos. Episodios reconocibles —las explosiones en Moscú, la guerra en Chechenia, la caída de Yeltsin— aparecen sin filtros, sin mensajes edificantes. No se trata de una biografía encubierta de Putin, quien está siempre presente como “Zar” venerado por su escenógrafo de confianza. El verdadero protagonista es la narrativa: cómo la verdad se diluye cuando la historia está bien contada.

En comparación con otros retratos recientes de líderes reales, como The Apprentice sobre Trump, esta cinta evita el juicio moral. Durzi no grita “miren al monstruo”, simplemente muestra cómo se lo fabrica. No hay música para subrayar el horror ni planos diseñados para provocar indignación inmediata: todo es elegante, calculado, seductor. Y eso la hace peligrosa.

El resultado es un filme que funciona como radiografía y como espejo: ¿aplaudimos el talento del mago o caemos rendidos ante su hechizo? Salimos del cine con la inquietud de haber admirado aquello que deberíamos temer. Durzi entrega así un trabajo de alto voltaje: visualmente preciso, narrativamente implacable y actuado con la intensidad justa. Una advertencia disfrazada de espectáculo.

Porque, como dice el propio Baranov en uno de sus monólogos: la ficción no sustituye la verdad… la devora.






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