Crítica The Smashing Machine. Venecia 2025

El cine tiene esa capacidad única de desarmar prejuicios. Pocas películas recientes lo demuestran con tanta claridad como The Smashing Machine, dirigida por Benny Safdie y protagonizada por un Dwayne Johnson irreconocible. Lo que prometía ser un biopic más sobre un luchador de artes marciales mixtas se convierte en una experiencia cinematográfica radicalmente distinta: un retrato humano, doloroso y conmovedor que no solo reinventa a su protagonista, sino que redefine las posibilidades del género deportivo en el cine contemporáneo.

Antes de su estreno en Venecia, el escepticismo era casi unánime. Johnson, eterno héroe de acción y rostro inseparable de la maquinaria de Hollywood, no inspiraba demasiada confianza en un papel que exigía vulnerabilidad y despojamiento. Y sin embargo, la sorpresa ha sido mayúscula: lo que Safdie y Johnson logran juntos es una obra cruda, íntima y profundamente resonante, que coloca al espectador en un terreno incómodo pero genuinamente humano.

La dirección de Benny Safdie: un descenso sin concesiones

Safdie, que junto a su hermano ya había explorado la ansiedad urbana y el caos existencial en Good Time y Uncut Gems, decide aquí trabajar con una lupa distinta: la del minimalismo y la sobriedad. La cámara se instala cerca del cuerpo, de las miradas, de los silencios. No hay efectismo ni grandilocuencia. Las peleas —que en cualquier otro biopic serían el corazón del espectáculo— están filmadas con un tono casi documental, donde lo que importa no es el golpe sino la respiración entre round y round, el sudor que escurre, la mueca de dolor que se intenta esconder, o un poco de sangre al principio del filme.

El resultado es un retrato austero que nunca busca embellecer. Safdie entiende que la violencia ya está implícita, y que lo verdaderamente cinematográfico es el contraste entre la brutalidad física y la devastación interna. Ahí está la primera gran sorpresa: The Smashing Machine no es una película sobre peleas, sino sobre lo que ocurre en los intersticios de esas peleas.

Un Dwayne Johnson transformado: del ícono al hombre roto

Quizás el mayor mérito del filme sea la transformación de Dwayne Johnson. Estamos acostumbrados a verlo como roca inquebrantable, superhéroe o figura larger-than-life. Aquí, en cambio, aparece despojado de todo artificio. El Mark Kerr que encarna no es un campeón glorioso, sino un hombre que tambalea entre la adicción, la dependencia emocional y la presión de un sistema que lo exprime hasta dejarlo vacío.

Johnson sorprende no solo porque se atreve a mostrar fragilidad, sino porque la encarna con una autenticidad inesperada. Su mirada se quiebra, sus silencios pesan, sus gestos pequeños comunican más que cualquier discurso. Hay escenas en las que apenas dice una palabra, y sin embargo sentimos la fractura interna de un hombre que carga con más de lo que su cuerpo —por más musculoso que sea— puede sostener.

No es exagerado decir que estamos ante el papel de su vida. Por primera vez, Johnson deja de ser “La Roca” para ser simplemente un ser humano, y lo hace con una honestidad que conmueve profundamente.

La dualidad cultural: Estados Unidos vs. Japón

Uno de los hallazgos más potentes de The Smashing Machine es la contraposición cultural entre el circuito estadounidense y el japonés. Safdie utiliza esta diferencia no solo como contexto narrativo, sino como metáfora emocional.

En Estados Unidos, la pelea es espectáculo, sangre, gritos, consumo inmediato. Se lucha para aplastar, para vender entradas, para confirmar la brutalidad como producto. En Japón, en cambio, la lucha adquiere un tono casi ceremonial: el silencio de la multitud, el respeto por el adversario, la ritualidad del combate.

Ese contraste se convierte en el espejo del propio Kerr. Entre lo ruidoso y lo contenido, entre la violencia y el respeto, entre la autodestrucción y la posibilidad de redención. Safdie filma esa dualidad con una sensibilidad exquisita, logrando que cada combate sea mucho más que un evento deportivo: es una puesta en escena de un conflicto interno y universal.

El retrato de la masculinidad frágil

Otro aspecto notable es la manera en que la película aborda la masculinidad. Kerr encarna el arquetipo del hombre fuerte, indestructible, proveedor de espectáculo y violencia. Pero detrás de esa fachada hay una fragilidad que lo consume: adicciones, relaciones tóxicas, una incapacidad para sostenerse emocionalmente.

Safdie no juzga ni victimiza, simplemente observa. Y en esa observación surge un retrato descarnado de lo que significa ser hombre en un entorno donde solo se valora la fuerza física. La película desmonta el mito del guerrero invencible y revela la vulnerabilidad que late bajo la piel endurecida.

En tiempos en que el cine a menudo simplifica las figuras masculinas, The Smashing Machine ofrece una representación compleja, incómoda y profundamente humana.

Los detalles que construyen verdad

Si algo distingue a la película es su capacidad para encontrar lo trascendente en lo mínimo. Una inyección, una feria, un entrenamiento solitario: gestos aparentemente triviales que adquieren un peso simbólico enorme. Safdie filma estos momentos con la misma atención que una pelea, y ahí reside gran parte de la verdad emocional del filme.

No hay discursos grandilocuentes ni escenas diseñadas para manipular la emoción. Lo que hay son fragmentos de vida, cargados de autenticidad, que permiten al espectador conectar desde un lugar íntimo.

Un biopic que reinventa el género

El cine deportivo suele caer en fórmulas repetitivas: ascenso, caída y redención. The Smashing Machine rompe con esa estructura. No hay moraleja ni épica fácil. Lo que ofrece es un viaje interior áspero, sin soluciones simples ni redenciones forzadas.

Es un biopic que se atreve a ser incómodo, a mostrar la vida como un proceso inacabado, lleno de contradicciones. En ese sentido, se acerca más al cine de autor que al mainstream, y sin embargo conserva una potencia narrativa capaz de atrapar a cualquier espectador.

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