Artículo La Grazia. Venecia 2025
Paolo Sorrentino vuelve a Venecia con La Grazia: la sobriedad de un cineasta maduro
Con La Grazia, Paolo Sorrentino regresa a la competencia oficial de Venecia y entrega una obra profundamente íntima, política y serena. Si en La grande bellezza el exceso era una forma de reflexión estética y en È stata la mano di Dio la nostalgia se teñía de dolor personal, aquí el director napolitano opta por una madurez más depurada. La película, sobria en su forma y densa en su contenido, representa un viraje estilístico hacia un cine más pausado, contemplativo y cargado de significados esenciales.
Los planos largos, trabajados como lienzos de Caravaggio, sumergen al espectador en un estado hipnótico que obliga a mirar con atención. Esta vez, Sorrentino no busca deslumbrar con fuegos artificiales visuales, sino construir un lenguaje cinematográfico donde cada encuadre, cada silencio, tiene un peso emocional y narrativo. Toni Servillo, como el presidente Mariano De Santis, encarna con precisión quirúrgica a un hombre poderoso atrapado en su propia melancolía, aislado por la misma luz que lo ilumina. Su figura está suspendida entre la responsabilidad política y el abismo personal.
Durante la rueda de prensa, Sorrentino aclaró que no hay una relación directa entre la ley de eutanasia —tema central de la película— y la muerte del protagonista. “Decidió firmar el proyecto de ley porque acepta ser influenciado por las ideas de la nueva generación, representada por su hija”, explicó. En efecto, La Grazia no ofrece una posición clara o panfletaria, sino que utiliza el debate político como espejo del estado emocional de su personaje central, un hombre que, en palabras del propio director, “ya no tiene voluntad de seguir adelante y se aferra al recuerdo de Aurora, la mujer que lo hizo feliz”.
Aurora, como reveló Sorrentino, no está basada en una persona real, sino que representa una figura simbólica, “la voz de la nueva generación”. Y es precisamente ese diálogo entre generaciones —padres e hijas, líderes y ciudadanos— lo que atraviesa toda la película. El presidente, aunque ficticio, está construido con una idealización que mezcla a los distintos jefes de Estado italianos de las últimas décadas. “No hubo una influencia específica de una figura real, sino un hilo conductor: la responsabilidad, la duda y el sentido del deber”, confesó.
El humor —marca de fábrica del cineasta— se asoma en momentos inesperados, rompiendo la solemnidad sin caer en la banalidad. La aparición del rapero Guè, recibiendo un premio y cantando frente a la cámara, funciona como una sacudida necesaria, una válvula de escape que recuerda a la sátira de Loro. “Tal vez es porque soy italiano”, dijo entre risas Sorrentino cuando se le preguntó cómo lograba equilibrar la melancolía, la ironía y el drama. “Crecí con la comedia italiana, que equilibra perfectamente el drama y la estupidez”.
También se percibe un cambio tonal respecto a sus obras anteriores. “Mis últimas tres películas son más personales y sentimentales”, reconoció. “Ya no hago cine sólo por amor al cine, ahora hay preguntas más íntimas detrás de cada historia”. Esta evolución se refleja en La Grazia, una película menos operística, más silenciosa, donde el dolor no se grita sino que se deja filtrar a través de gestos mínimos.
La música electrónica, presente en escenas clave como el baile o la caminata bajo la lluvia, se incorpora con precisión quirúrgica al montaje. “La elegí antes de rodar”, dijo Sorrentino. “Sabía que esas imágenes necesitaban ese ritmo”. Pero incluso en esas rupturas estilísticas, la película mantiene su coherencia interna: nunca se siente forzada ni arbitraria.
El elenco secundario contribuye a esa riqueza tonal: Anna Ferzetti ofrece una interpretación sutil como la hija, puente entre lo viejo y lo nuevo; Milvia Marigliano aporta teatralidad como Coco Valori, recordando la exuberancia de Loro sin desentonar con la austeridad de La Grazia.
En su conjunto, la película es un retrato del poder desde la fragilidad. No hay héroes ni villanos, sólo seres humanos enfrentando el desgaste del tiempo y la dificultad de elegir cuándo —y cómo— terminar su historia. “La eutanasia en la película representa más la exasperación que la muerte”, dijo Sorrentino, comparando al personaje con personas que, enfrentadas a situaciones extremas, optan por dejar de sufrir.
La Grazia es, quizás, su obra más contenida y a la vez más abierta. No necesita símbolos crípticos ni grandes declaraciones para conmover. Basta con una mirada, una pausa, una sombra. Y en ese espacio mínimo —entre la política y el alma— Sorrentino ha encontrado una nueva forma de filmar la vida.
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